jueves, 24 de septiembre de 2015

¡A todo balín!

Cada año se realiza en La Victoria una competencia de carros esferados que, además, incluye comparsas, teatro y danza. 

Hubo un ganador. Después del pito, una bajada. El sonido era como de una catarata de metal que desciende por la calle. Los más pequeños observaban a través de la ventana, más allá de la cortina de agua. Miraban, apostaban, sufrían, gritaban por su corredor favorito. Eran las diez de la mañana del domingo 5 de mayo en el barrio La Victoria, un conjunto de callecitas, casas y pequeños negocios incrustado en la parte más alta de los cerros orientales, al sur de la ciudad. El lugar, donde algunas edificaciones aún tienen la decoración de la Navidad pasada, se despertó con la lluvia mañanera que limpió la cerveza derramada la noche anterior y que lúgubremente anunció el comienzo de un día nuevo para todos sus habitantes.

Lentamente la lluvia cesó, aunque el cielo permaneció gris, a manera de líquida promesa, de inminente aguacero. Los niños se agolparon a la entrada de sus casas. De las entrañas de la construcción iban saliendo zancos, pancartas y disfraces. En el piso de la entrada se encontraba una montaña de carros de balineras. Varios niños entraron a sacarlos. Emprendieron, presurosos, el camino por entre las calles del barrio hasta el lugar de la carrera.
Artífice Inimaginable está invitando a toda la comunidad del barrio La Victoria a que haga presencia en el evento ‘Las balineras se toman la cultura’. En unos momentos daremos inicio a la carrera de carros de balineras”. Los parlantes llegaron. La voz que hacía los anuncios era de Hernando Merchán, un hombre alto, barbado y con el pelo largo a quien los niños, y también los adultos, se refieren como “El abuelo”.

Merchán ha estado al frente de Artífice Inimaginable desde hace algunos años. A punta de arte se ha encargado de mostrarles a los jóvenes del lugar el lado de la vida que a veces no se ve desde la loma. Ese lado que habla de opciones y oportunidades, de cultura y educación.
“Las carreras comenzaron como una competencia entre vecinos. Eran de noche y se apostaba cerveza. Nosotros, hace ya siete años, le metimos teatro y cultura a la cosa y así sacamos a los borrachos”, dice “El abuelo”.
A través de los parlantes fueron llamados los primeros corredores. De entre los adultos surgieron pequeños intrépidos. Se acomodaron encima de los carros. Alguien dijo: “Toda su seguridad en una puntilla”. “Vista al frente, atentos al pitazo”, indicó el juez. Sus miradas transmitían una sensación de seguridad, de profesional calma.
Sonó el pito y el primer competidor en salir disparado, como si hubiera estado dentro de la boca de un cañón, fue un niño de 12 años que se impulsaba con las manos. La distancia entre él y los demás se ampliaba ante la mirada atónita de sus rivales. Cinco, siete, diez metros. La victoria estaba cerca, casi podía arañarla. En la lejanía cruzó la meta. Alzó los brazos. El barro le bajaba por los codos. La siguiente ronda de corredores se alistaba mientras aquellos que ya bajaron subían desganados la inclinada pendiente.
El juez repitió las instrucciones. Antes de que sonara el pito pasó un momento, que para aquellos que estaban sentados y prestos a partir debió durar más que la vida misma. La mirada de los observadores siguió el recorrido de los carros, se centró en quien se cayó, en aquel que no arrancó, en el que se atascó. El triunfo es algo solitario, efímero: lo que queda en la memoria del público son los accidentes, las pequeñas miserias.

Foto: Herminso Ruíz.

El carro arrancó, esta vez lenta y progresivamente. La velocidad se hizo más evidente en la medida en que avanzaba. En un momento dado fue imposible darle alcance corriendo. Atrás quedaron los parlantes y el público, adelante estaba la meta. Con todas las fuerzas de su cuerpo, el piloto presionó los pies contra el suelo para frenar. El roce de la suela del zapato contra el pavimento mojado dejó ver una estela de agua, como si se tratara de un barco que avanza en medio del mar.
Lo único que separa una bajada exitosa de una raspada de brazo, o algo peor, es la pericia, el temple necesario para halar de la cuerda, que hace las veces de timón, justo lo necesario. Un conductor impulsivo está condenado al pavimento, al golpe que destroza ropa y tejido. 
Es ese talento innato lo que se aprecia en John, un muchacho de 16 años que monta en balinera desde hace unos dos meses. Con serenidad se acomodó encima de la tabla. Arrancó. Rápidamente otro de sus compañeros le tomó ventaja. Sin mostrar señales de angustia timoneó para esquivar una alcantarilla. Su rival se atascó y se estrelló contra el andén. La victoria estaba asegurada. Siguió, recostado para evitar la resistencia del viento, hasta el final. Aseguró su triunfo.

A la hora del descenso
Más allá de las consecuencias, los accidentes terminan siendo el gran espectáculo de las carreras. Los pilotos les temen, el público se emociona, una madre los sufre. A más de 50 kilómetros por hora en un descenso lleno de obstáculos callejeros, cualquier cosa puede ocurrir. Una volcada puede marcar la diferencia entre terminar la competencia o salir hacia el hospital.  

Registro del XI Festival de las Balineras. Fuente: Facebook de artífice inimaginable.

Los preámbulos de la carrera
La preparación para la carrera de balineras de La Victoria es larga. Hay que lijar las tablas, conseguir las bielas más veloces, probarlas, conocer el trazado de la  pista, los defectos y virtudes de los principales contendores, saber cuáles son sus máquinas. Por último, es necesario pintar los carros y escoger el número que le traiga buena suerte al equipo. La superstición es, tal vez, lo más importante.
Amenazas a la carrera
“Las balineras se toman la cultura” se celebra hace siete años. Ha habido días aciagos cuando la violencia y la intolerancia han puesto a prueba el temple y la perseverancia de las personas que conforman Artífice Inimaginable, la organización responsable de la actividad.
“El año pasado se aparecieron los paramilitares. Nosotros seguimos con la carrera y con el festival porque sabíamos que teníamos el apoyo de la Alcaldía Local y porque, en últimas, esta es una cosa para los niños. Por ellos seguimos adelante”, dice Hernando Merchán, uno de los promotores de Artífice.

Artículo originalmente publicado en: El Espectador el 11 de mayo de 2.008 por Santiago La Rotta. 

1 comentario: